La licenciada en Ciencias Sociales Diana Rodríguez analiza en este artículo para Nuestra Propuesta el rol central de las redes en el reciente levantamiento nepalí, que dejó un tendal de muertes y terminó volteando al gobierno, y la coordinada manipulación mediática a la hora de presentarlo como una rebelión legítima para “liberarse de la opresión”. Al mismo tiempo, advierte sobre las enseñanzas que dejan las limitaciones de un proceso político que inició con una revolución antimonárquica encabezada por sectores de izquierda y mutó en un gobierno que se inclinó hacia posiciones socialdemócratas.
Katmandú arde. El levantamiento que sacudió Nepal en las últimas semanas dejó un saldo devastador con más de 25 muertos, cientos de heridos y la renuncia del primer ministro K.P. Sharma Oli, y un país sumido en estado de sitio. La chispa del conflicto fue una medida adoptada por el gobierno, que pretendía la regulación de 26 plataformas digitales —entre ellas Facebook, Instagram, TikTok, WhatsApp, X (Twitter) y YouTube— por negarse a cumplir con una ley aprobada en 2023, que exigía registro legal en Nepal y sometimiento a normas locales sobre circulación de contenidos. Aunque la ley estaba respaldada por un fallo de la Corte Suprema, la narrativa internacional hegemónica presentó la acción como una “censura autoritaria”, desconociendo no solo la legalidad formal del acto, sino el carácter soberano del intento estatal de regular plataformas que operan con un poder de facto sobre el discurso público.
En medio de este escenario convulso, el 12 de septiembre asumió como primera ministra interina Sushila Karki, ligada a un partido de orientación socialdemócrata. Su elección, sin embargo, no fue el resultado de un proceso institucional tradicional, sino de una encuesta realizada en la plataforma Discord. Lejos de ser una curiosidad pintoresca, este hecho revela el grado de degradación que ha alcanzado la democracia liberal disociada del poder popular real. La legitimidad ya no emana de la organización colectiva, del territorio o de la historia, sino de mecanismos digitales opacos y privatizados, donde las decisiones políticas se reducen a interacciones en servidores administrados por capital financiero extranjero.
A medida que se desarrollaban los enfrentamientos, comenzaron a emerger elementos que desmontan la imagen de una revuelta espontánea en defensa de la “libertad digital”. La demanda de regulación no era caprichosa, sino obedecía a una necesidad cada vez más urgente de regulación de redes como TikTok y Reddit que han sido utilizadas deliberadamente para difundir discursos de odio, teorías conspirativas y propaganda de extrema derecha. La presencia de jóvenes encapuchados, fuertemente armados y organizados en los momentos más violentos de las protestas —incluyendo el incendio del Parlamento, el ataque a la casa de un ex primer ministro y las agresiones físicas a funcionarios— contradice la narrativa del descontento juvenil pacífico. La dinámica remite a un patrón ya conocido en las llamadas “revoluciones de color”, operadas por el aparato blando del imperialismo occidental para desestabilizar gobiernos que obstaculizan su estrategia regional.
Esta lógica de intervención no se limita a una sucesión de operaciones puntuales ni a un simple patrón táctico sino que se manifiesta como una forma sostenida de acción política encubierta, donde la injerencia sobre actores civiles, la infiltración cultural, la organización técnica de la protesta y la instrumentalización del malestar social no operan de manera separada, sino como partes de un mismo dispositivo de poder. En ese entramado, los lenguajes simbólicos ocupan un lugar central. En las protestas de Nepal, al igual que en las de Indonesia –que hace dos años sufrió una injerencia parecida desestabilizando el gobierno local–, reaparecieron banderas con la Jolly Roger de los Piratas del Sombrero de Paja —símbolo tomado del manga One Piece—, que no responde a una elección inocente ni espontánea. Lo que a primera vista podría leerse como una estética juvenil despolitizada, en realidad funciona como vehículo de sentido para una narrativa que desvincula la rebeldía del conflicto social concreto.
Lejos de representar expresiones de la subcultura juvenil, estos símbolos condensan una mutación más profunda en la búsqueda de conversión del deseo colectivo de transformación en una emoción fácilmente reapropiable, canalizada y devuelta por el mercado. El capitalismo digital ha logrado imponer y estandarizar simbolismos culturales fáciles de adaptar a distintos contextos y al hacerlo, puede sustituir la organización política por una emocionalidad intermitente, que puede ser dirigida contra cualquier forma institucional sin por ello cuestionar las condiciones estructurales del orden vigente.
Es importante señalar que, en Nepal como en otros escenarios donde se han dado este tipo de intervención externa, se opera sobre un terreno fértil en malestar acumulado. La crisis nepalí no empezó con el intento de regular las plataformas. Con una economía que depende en un 33% de las remesas y una emigración forzada que supera los 800.000 trabajadores por año, el país arrastra una estructura productiva débil, altas tasas de desempleo juvenil y una creciente desigualdad. A lo anterior se suma la ruptura entre el Partido Comunista de Nepal (Marxista-Leninista) y el Partido Comunista (Centro Maoísta), que hasta 2020 habían logrado gobernar en unidad, y el rol preponderante que fue ganando la socialdemocracia en la alianza de gobierno. La crisis se profundizó cuando el primer ministro anunció abruptamente la disolución del Parlamento, que solo fue reinstaurado por la Corte Suprema. Los opositores y la sociedad calificaron este acto no solo de inconstitucional, sino de abiertamente antidemocrático.
En un contexto con un tejido social desgastado por una larga guerra civil, un gobierno que no logró avanzar en un programa económico soberano ofrecía las condiciones propicias para una revuelta. Pero esa energía no se expresó como una fuerza de transformación organizada, sino que fue capturada y redirigida por los poderes monárquicos y las elites locales que habían perdido sus privilegios durante la revolución. Campañas de agitación como las que denunciaban a los “Nepo kids” —hijos de políticos y empresarios que ostentan lujos en redes— lograron canalizar el resentimiento hacia los signos visibles del poder local, sin cuestionar las estructuras globales que sostienen la dependencia. El descontento fue real, pero el blanco fue cuidadosamente dirigido hacia el aparato estatal.
Es así como el caso de Nepal se inscribe en una lógica de intervención más amplia, que en estos años recientes se ha desplegado sobre todo en el Sur y Sudeste Asiático. En Indonesia, durante 2023 y 2024, documentos filtrados expusieron cómo la CIA, a través de la fachada de la National Endowment for Democracy (NED), venía financiando ONGs, partidos políticos y medios alternativos para posicionar candidatos favorables a los intereses estadounidenses ante la salida de Joko Widodo.
El paralelo con Bangladesh es igual de inquietante. En 2024, una operación de manual promovida por la embajada estadounidense en Dacca, la NED y actores políticos como el Partido Nacionalista de Bangladesh (BNP), logró derrocar al gobierno de Sheikh Hasina, alineado con China. La operación incluyó financiamiento a grupos estudiantiles, construcción mediática de figuras “prodemocráticas” y presión diplomática directa. La meta no era otra que sabotear el Corredor Económico Bangladesh-China-India-Myanmar (BCIM), parte esencial de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI).
Todo esto ocurre en un marco regional extremadamente sensible. La ASEAN, que agrupa a las diez principales economías del Sudeste Asiático, se ha convertido en un campo de disputa estratégica. China, con el proyecto de la Cooperación Lancang-Mekong y la expansión del BRICS, busca consolidar una arquitectura multipolar de desarrollo. Estados Unidos responde con operaciones de contención: apoya a la disidencia en Filipinas, promueve gobiernos prooccidentales en Tailandia, sabotea el alto el fuego en Myanmar y, ahora, dirige su atención hacia Nepal —una pieza clave en la frontera entre India y China—, que pocos días antes de iniciada la revuelta fue invitado de honor en China durante la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), donde aún mantiene el estatus de “Asociado en el Diálogo”.
El actual momento histórico parece presentarse como un punto de bifurcación. Por un lado, los pueblos del Sur Global buscan salir de siglos de subordinación mediante proyectos de integración económica, soberanía tecnológica y cooperación multilateral. Por otro, el imperialismo norteamericano —junto con sus socios europeos y las corporaciones digitales— intenta mantener su hegemonía apoyándose en la fragmentación social, la manipulación cultural y la injerencia política bajo ropajes “progresistas”. La “libertad” que ofrecen no es más que la libertad de mercado; la “democracia” que promueven no es más que una fachada vaciada de poder popular real.
La izquierda no puede ser ingenua ante este escenario y su valoración de estos levantamientos. Una juventud precarizada y sin horizonte puede ser motor de revolución o carne de cañón de la contrarrevolución. La batalla hoy no es sólo por el control del Estado, sino también por el sentido, quién define el enemigo, qué se entiende por libertad, cuál es el proyecto colectivo. El internacionalismo hoy no se juega sólo en la solidaridad entre partidos, sino en la comprensión estratégica de los nuevos dispositivos del poder imperial. Reconocer las revoluciones de color como táctica de guerra híbrida no significa deslegitimar las luchas sociales reales, sino impedir que éstas sean cooptadas por el enemigo.
Nepal es una alerta más y esperemos que nos sirva como lección. Si no desarrollamos una alfabetización política y digital profunda, si no entendemos las nuevas formas de intervención, si no combatimos también en el terreno del sentido común y la cultura, seguiremos cediendo terreno. La tarea es titánica, pero imprescindible, en la que debemos desenmascarar al imperialismo en su forma actual y construir alternativas populares, democráticas, soberanas y con raíces profundas en nuestros pueblos. En esa frontera se juega buena parte del destino político del siglo XXI.